Esa
casa se ha vivido generación tras generación de mi familia por años, reuniendo
miles de recuerdos y experiencias entre sus viejas paredes. Si bien hubo una
época en que la que era plenamente usada, hace mucho tiempo ya que
resulta demasiado grande. Para mi hermano y para mí la casa de diez
habitaciones es más de lo que podríamos llegar a usar, sin embargo permanecimos
en ella por más tiempo del que puedo recordar. No solo los cuartos eran
demasiados para nosotros, sino que además eran enormes. Empezando por la
entrada sobre Rodríguez Pena, estaban las cinco habitaciones que menos
usábamos; en esos cuartos descansaban libros viejos, un gran piano de cola,
armarios llenos de cosas que ya no podía ni recordar y, aunque jamás le conté a
mi hermano, la habitación de las lanas, como la llamaba yo. Luego estaba la
gran puerta de roble dividiendo la casa en dos, allí empezaba la parte habitada
de la casa. Primero estaba el bañito y la cocina. Después se seguía por un pasillo
hasta el living que a ambos lados tenía puertas hacia dormitorios, a la derecha
el mío y a la izquierda el de mi hermano. Finalmente estaba el cancel con su
salida a Callao.
Mantener
una casa tan grande limpia era un trabajo muy duro. Nos despertábamos muy
temprano para realizar las labores de limpieza. Comenzábamos desde la entrada a
Rodríguez Pena, mi hermano limpiaba la biblioteca y la sala del piano hasta las
once y luego se iba a preparar la comida. Mientras tanto yo me encargaba del
resto. Siempre empezaba con el cuarto de las lanas, no fuera cuestión de que mi
hermano fuera a ella antes que yo y descubriera mi secreto. Allí, día a día, se
acumulaban las distintas prendas que yo tejía. Esa, además de la limpieza, era
la única tarea que me mantenía ocupada. Me gustaba tejer de todo, sobre todo si
era algo que resultara de utilidad, pero hay un límite de lo que uno puede
llegar a usar, el resto lo guardaba en el cuarto. Si hubiera niños en la casa habría
tenido otras tareas que hacer, o al menos más gente para la que tejer abrigos,
medias y mañanitas, pero ni yo ni mi hermano nos casamos jamás. Él porque
perdió a María Esther antes de siquiera comprometerse. Yo porque después de esa
pérdida no me atrevía a abandonar a mi hermano y eso que oportunidades no me
faltaron, a dos pretendientes rechacé. Las lanas para mis tejidos siempre
me las conseguía mi hermano, o eso él creía;
sus gustos no eran los más bonitos, pero en lugar de decírselo yo salía cuando
él no lo notaba y me compraba los colores que más me gustaban. Para esta tarea
utilizaba la salida por Rodrigez Pena, a veces cuando él salía, pero aún más
cuando él se encerraba a leer sus libros franceses mientras creía que yo estaba
en mi cuarto tejiendo.
Lamentablemente sucedió la desgracia.
No podría haber imaginado ni en mis más locos sueños lo que pasó. Debo admitir
que yo tengo la culpa, sin embargo no era posible para mí admitirlo en ese
momento. Un día descubrí que en el cuarto de la lana ya no cabía ni una mediecita
más, había llenado hasta el último hueco con mis tejidos. Al descubrir esto comencé
a destejer mis creaciones, más a mi pesar descubrí que esto no me satisfacía,
no podía pasarme el resto de la vida tejiendo y destejiendo el mismo abrigo una
y otra vez. Elegí otro cuarto como depósito de lana y luego otro más. Termine pidiéndole
a mi hermano que me dejara a mi limpiar de ese lado de la puerta de roble
mientras el hacía los cuartos delanteros y él acepto. Pronto las cinco
habitaciones estuvieron repletas. Así fue como, un día cualquiera, mi hermano
escuchara, proveniente del otro lado de la puerta de roble, ciertos ruidos que confundió
con pisadas de extraños, pero que en realidad eran producidos por la fricción
de tanta lana compactada electrizando todo a su alrededor. No me atreví a
contradecirlo, la vergüenza de admitir por cuanto tiempo me había dejado llevar
era demasiada, sobre todo cuando recordaba con cuanto orgullo contaba mi
hermano como yo tejía cosas siempre útiles. Además venia surgiendo en mi cierta
creencia de que la lana, quizás, tenía vida propia y se movía a placer cuando
yo no estaba cerca para vigilarla. Pensaba en que un día mis creaciones me
harían un motín por dejarlas inutilizadas en los cuartos.
Pasamos a refugiarnos en el lado en el que vivíamos
de la casa y dejamos cerrado con llave el paso por la puerta de roble. No fue
una molestia, la limpieza se transformó en un trabajo mucho más sencillo y también
la preparación de nuestras comidas —Mientras
mi hermano cocinaba el almuerzo yo me dedicaba a preparar algo frió para la cena
y así no tener que detenernos a la tarde para prepárala—. El problema resultó
ser que me sobraba mucho más tiempo que antes. No pare de tejer, ya no podía
salir a conseguir las lanas que quería, no era tan fácil con el espacio
reducido y no quería, bajo ninguna circunstancia, que mi hermano se esterara de
mi debilidad, pero igual tejía con los tristes colores que él me compraba. Ponto
llene cajones de pañoletas. Cada vez lo podía evitar menos, lo único que podía
pensar era en tejer, probaba nuevos puntos y me inventaba otros. No encontraba
otra cosa en que gastar mí tiempo más que en eso, era lo único que me gustaba,
me atraía como un una mosca a la miel. Incluso llegue a creer que tenía
voluntad propia y por eso no me dejaba abandonarla.
Ocurrió una noche, que también en nuestro lado de la casa la
lana se hizo demasiada, para entonces yo no podía sacarme la sensación de la cabeza
de que la lana estaba viva. Fue, otra vez, mi hermano el que escucho algo extraño,
la lana hacía su trabajo de fricción desde el bañito. Cuando me vino a buscar
yo estaba con un chaleco a medio tejer en las manos. No nos detuvimos a
regresar por nada, partimos con lo que teníamos encima, ni siquiera me pude llevar
el chaleco, pues el ovillo de lana quedo dentro de la casa cundo cerramos la
puerta de la calle con llave. Solté las agujas y por fin me sentí libre de
hacer cualquier cosa que me propusiera distinta del tejido. No conté a mi
hermano la verdad que quedo encerrada entre esas paredes, simplemente partimos
esa noche a las once dejando todo atrás.